Esta es la historia de un ratoncito corriente, un pequeño
animal que vive solo en una casa, si exceptuamos sus demás habitantes humanos.
Una grieta que se encuentra en la parte baja de una de las
paredes de la cocina, y que se ensancha lo suficiente hacia dentro, sirve para
que el ratón haya hecho de ese lugar su exigua guarida.
El ratoncito sale tan sólo cuando no hay nadie a la vista, no
se escuchan voces o pasos, y la casa se queda tranquila. Sabe que casi siempre
encontrará algo que llevarse a su estómago, a veces más, a veces menos; unas
más sabroso o apetecible que otras. Nada más tiene que asomar la naricilla y
dar unos pasos para conseguir hacer suyo aquello que ha quedado en el suelo u
olvidado en alguna superficie, a la que, con más o menos suerte, tiene acceso a
pesar de su pequeño tamaño.
Su vida es rutinaria y tan estrecha como el lugar donde se
cobija, y nunca se ha planteado qué habrá más allá de los escasos metros que
conoce. A pesar de quedarse a solas a menudo y llevar tiempo en la casa, ni se
le ha ocurrido explorar un poco los alrededores de su constreñido mundo.
No siente la soledad porque nunca ha conocido la compañía,
por lo que no está en el paraíso terrenal, pero tampoco sabe lo que se pierde.
Si el ratoncito supiera, si se atreviese, si llegase a
plantearse alguna pregunta o cuestión vital, además de satisfacer su necesidad
más básica (alimento y agua), descubriría que un poco, tan sólo un poco más
lejos, fuera de las paredes que se ha aprendido de memoria, se abre un mundo
inmenso, una extensión que ofrece infinitas posibilidades.
Sabría también, que hay más seres de su especie que viven
fuera en completa libertad y pueden correr tanto como quieran, que se
relacionan entre sí y tienen crías a las que ven crecer. Descubriría que
efectivamente, ese vasto mundo ofrece peligros y dificultades, que obliga a
tomar decisiones y a hacer elecciones inciertas, y que aún así, es mucho más
satisfactorio y tiene una recompensa mayor que estar sumido en lo de siempre:
confortable hasta cierto punto, pero que le hace dependiente de lo que los
seres humanos dejen olvidado o quieran desechar.
Nunca ha probado el trigo fresco que crece en cada cosecha,
no ha escuchado el sonido del viento entre la maleza, no ha visto volar las
aves ni los rayos del sol desapareciendo o surgiendo a lo lejos, ni los ha sentido directamente sobre su pelaje. No
se ha mojado con la lluvia y por tanto no sabe lo qué es estar seco. Tampoco
conoce su fuerza porque no la tenido que utilizar jamás para medirse con otros
ratones o defenderse de los depredadores.
Si tiene suerte y no lo descubren antes, el ratón morirá un
día cualquiera sin sufrimiento ni dolor y sin saber todo lo que se perdió. Si
tiene todavía mucha más suerte, un día se desorientará y sin darse cuenta, se encontrará
fuera de la casa sin poder localizar la entrada a su antiguo mundo de
seguridad. No podrá volver atrás y sólo le quedará la opción de ir hacia
adelante y descifrar ese nuevo universo que ahora es todo suyo. Empezará a
vivir y dejará de sobrevivir.
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