Salía de una
residencia de recuperación para personas
mayores, donde había ido a visitar a un familiar, como cada semana. Para acceder
a la calle hay que atravesar una zona que podría llamarse jardín porque tiene
una pequeña placita con bancos, algunos árboles grandes y un parterre con arbustos. Cuando hace sol se
llena de personas convalecientes con sus acompañantes, pero ese día en concreto
ya era la hora de comer y no había ningún anciano, sólo una pareja joven que
debía venir de otro de los edificios que forman el conjunto hospitalario.
Él casi tumbado en
una silla de ruedas, con la cabeza sostenida por un accesorio especial para
ello, en pijama de rayas y zapatillas, tapado con una manta y el cabello pegado
de haber estado muchas horas tendido en la cama. Ella, inclinada hacia él, morena
y bonita, le retira algún cabello del rostro y se lo acaricia con el dorso de
la mano. Le sonríe y le habla, con la otra mano sobre él,
quizás cogiéndole la suya, y aunque no puedo oír lo que dice, sí que veo su
mirada llena de ternura. Parece que él está llorando, o al menos tiene las comisuras
de la boca hacia abajo y su expresión muestra desesperanza y dolor.
Todo eso lo capto en
un breve instante, ellos ni siquiera se dan cuenta de que estoy pasando a unos
metros, pues están pendientes el uno del otro.