En el cuidado jardín de un precioso palacio del Japón, había
un rosal entre otras muchas plantas. Era uno de esos que no crecen demasiado,
de tamaño mediano, y no hacía mucho que el anciano jardinero del noble dueño
del palacio, lo había plantado en un parterre, dejando suficiente tierra
alrededor para que se desarrollase sin trabas ni impedimentos.
Cuando llegó la época de la floración, el rosal, entusiasmado
con su primera aportación al mundo y dejándose llevar por un deseo de
perfección, empezó a crear numerosos capullos, tantos por rama, que casi
igualaban en cantidad a sus hojas. El jardinero conocía bien su trabajo y amaba
las plantas y cuando observó la proliferación excesiva de futuras flores, tomó
sus tijeras de podar y las acercó a una de las ramas. Entonces oyó como el
rosal le suplicaba que no amputase sus creaciones, que eran parte de su ser. No
es que el rosal pudiese hablar japonés, sino que el jardinero podía escuchar su
espíritu, pues no sólo cuidaba de las plantas, sino que las sentía y era capaz
de comunicarse con ellas en un idioma que carecía de palabras: el del respeto
por cualquier criatura viva del planeta y la sintonía con la naturaleza. El
hombre le explicó pacientemente a la planta el porqué de su acción, pero el
rosal temía perder algo precioso y no accedió a dejarse cortar ni una sola de
sus ramas.
Así pues, el jardinero guardó sus tijeras en la bolsa de
cuero que llevaba colgada de la cintura, como una barriga adosada a la suya
propia, y se alejó siguiendo con su labor. Pasaron los días, en los que la
lluvia, el viento y el sol se sucedían para alimentar la vida verde de la
creación, y el jardín era un puro estallido desbordante de color y diferentes
fragancias. Todas las plantas parecían competir en demostrar cual era la más
especial, la más frondosa, la más grande, la más florida, la que tenía un color
más vívido, la que olía mejor… Todas menos una: el rosal no podía
desarrollarse, el peso de sus capullos le impedía subir hacia el cielo, su
salvia, por mucho que circulase con rapidez por ramas y hojas, no daba abasto
ni alcanzaba para todas aquellas flores en proyecto que debía alimentar. No
sólo no había crecido, sino que se iba encogiendo en un terrible esfuerzo por
sobrevivir. Y antes de que las flores consiguiesen abrirse, los capullos
empezaron a marchitarse, a secarse y a caer, o colgaban como embriones a medio
formar, sin fuerza para que el impulso de la vida se manifestase en ellos como
en todas las demás plantas. El rosal comprendió y empezó a llamar al jardinero,
primero débilmente y a medida que pasaban las horas, desesperado, temiendo no
ser escuchado a tiempo.
El jardinero estaba ocupado en el otro extremo del recinto,
pues había trabajo con una cerca que debía repararse y por eso tardó más de lo
que acostumbraba en escuchar las señales de agonía que emitía el rosal. Cuando
finalmente le llegaron, él también entendió y se dirigió con rapidez hacia el
parterre. Al llegar vio desolado como el estado del rosal era grave y donde
debía haber estado una planta brotando con fuerza y mostrando sus mejores obras
al mundo, había una a la que apenas quedaba un soplo de savia. Con destreza y
compasión liberó los capullos muertos, podó aquí y allá, removió la tierra, la
regó con agua del pozo y acarició las hojas, le cantó y le habló con el
corazón, sin reproche alguno (“¡ya te lo dije!” es lo primero que sale cuando
alguien no nos hace caso y luego le sucede lo que le pronosticamos) y la
protegió con una pequeña estructura para que el viento no la debilitara aún
más, ni el fuerte sol la quemara.
Poco a poco, el rosal empezó a recuperarse. Con los
frecuentes cuidados del jardinero y sus ganas de vivir, pudo llenarse de fuerza
y aunque tarde, ese mismo verano incluso dio algunas flores, las suficientes. Y
cuando veía las tijeras de podar en manos del anciano que se ocupaba de él, ya
no se resistía y permitía que éste hiciera lo que mejor sabía: sacar lo
innecesario para que el resto pudiera desarrollarse con plenitud y ofrecer lo
mejor de sí mismo, contribuyendo de ese modo a la belleza del conjunto.
NOTA: Estos cuentos fueron inspirados durante un trabajo individual
específico con varias personas diferentes. Para cada una de ellas surgía una
historia, siempre distinta de las de las demás. Cuando empezaba a hablar no
tenía ni idea de lo que vendría a continuación ni de como seguía o acabaría la
historia. A pesar de que tardé varios meses en escribirlos, volvieron a surgir
las palabras sin dificultad, e incluso con más detalles.
Hace
relativamente poco, mandé a otra persona ajena a su procedencia, uno de los
cuentos y cuando nos volvimos a ver, me dijo que ya lo conocía. Me quedé
tan sorprendida que la acribillé a preguntas. Me respondió que lo había
leído hacía ya tiempo pero que no recordaba donde y que excepto el final, todo
lo demás era casi idéntico. Yo no le había comentado nada del origen de esas
historias cortas y en aquel momento se lo expliqué. También le pedí que si
averiguaba donde lo leyó, me lo hiciera saber para que pudiera ver la fuente de
la historia. De momento no me ha pasado con ninguno de los otros cuentos porque
los he divulgado recientemente, y por lo tanto, si alguien los lee y le suena
haberlos visto ya en otra ocasión, agradeceré que me informe del autor/a, del
título del libro, etc.
Me di cuenta cuando tuve
algunos recopilados, de que a pesar de su sencillez- o quizás justamente por
eso- tenían varias lecturas y eran muy universales, independientemente de que
en el momento de la sesión pudieran estar dirigidos a una persona en concreto.
Eso me hizo decidirme a compartirlos, por ahora a través de este medio, aunque
no sean muchos. Espero y deseo que sigan creciendo con el tiempo.
Curioso eso de que la historia ya la conocían.... A mi no me es desconocida del todo, como si hubiera escuchado alguna historia parecida tiempo ha.
ResponderEliminarHermoso relato me llego al alma. muy lindo el blog, gracias.
ResponderEliminarhttp://elrinconbetado.blogspot.com.es/
Acabo de leer tu opinión y te agradezco tus palabras. Me alegra saber que lo que he escrito ha llegado a alguien más.
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