En el cuidado jardín de un precioso palacio del Japón, había
un rosal entre otras muchas plantas. Era uno de esos que no crecen demasiado,
de tamaño mediano, y no hacía mucho que el anciano jardinero del noble dueño
del palacio, lo había plantado en un parterre, dejando suficiente tierra
alrededor para que se desarrollase sin trabas ni impedimentos.
Cuando llegó la época de la floración, el rosal, entusiasmado
con su primera aportación al mundo y dejándose llevar por un deseo de
perfección, empezó a crear numerosos capullos, tantos por rama, que casi
igualaban en cantidad a sus hojas. El jardinero conocía bien su trabajo y amaba
las plantas y cuando observó la proliferación excesiva de futuras flores, tomó
sus tijeras de podar y las acercó a una de las ramas. Entonces oyó como el
rosal le suplicaba que no amputase sus creaciones, que eran parte de su ser. No
es que el rosal pudiese hablar japonés, sino que el jardinero podía escuchar su
espíritu, pues no sólo cuidaba de las plantas, sino que las sentía y era capaz
de comunicarse con ellas en un idioma que carecía de palabras: el del respeto
por cualquier criatura viva del planeta y la sintonía con la naturaleza. El
hombre le explicó pacientemente a la planta el porqué de su acción, pero el
rosal temía perder algo precioso y no accedió a dejarse cortar ni una sola de
sus ramas.