Imagen "abrir la puerta" (sin nombre del autor/a)
He observado que muchas personas tienden a generalizar
cuando hablan, es decir, explican algo mencionando “la gente”, “los demás”, “la
sociedad”, “lo mal que está todo”, “los otros”… y así muchos más ejemplos
similares.
He llegado a la conclusión cuando escucho este tipo de
discurso que en el fondo hay un tema que preocupa a nivel personal o que tiene
que ver con quien está hablando, pero por lo que sea (emociones incómodas,
protección, etc.) lo pone en un colectivo o en algo global, sin hacer mención
de lo que realmente está sucediendo o de la situación concreta que viven con
alguien cercano.
Es un modo de evadir lo que sería quizás doloroso o de
eludir la responsabilidad acerca de lo que se siente, a modo de defensa.
Lo que me llama la atención (y seguro que yo también lo
he hecho, lo hago alguna vez y lo haré en otras ocasiones), es lo muy
generalizado que está el hábito de generalizar, valga la redundancia. Y como,
detrás de un discurso que es una pantalla de humo, sin querer, la persona deja
traslucir lo que de verdad está ahí pugnando por ocupar un sitio y ser
expresado.
He visto que cuesta hablar de lo que toca la fibra, sea
lo que sea, y si por casualidad asoma algo de esto en algún momento de supuesta
debilidad, la mayoría de veces (y estoy cayendo yo también en generalizar), la
persona se escapa rápidamente y vuelve a perderse en vaguedades.
No hemos sido educados para expresar lo que de verdad
sentimos y enfrentar nuestra realidad más íntima, lo que nos sucede por dentro.
Entre otras cosas, ni siquiera sabemos muchas veces que es lo que nos sucede,
porque estamos inmersos en una confusión derivada de la costumbre de anularlo.
No creo que tampoco se trate de ir por el mundo hablando
de las heridas con cualquiera o en cualquier ocasión, sino de encontrar el
espacio adecuado para hacerlo cuando a veces es necesario. O, aunque no se
exprese algo por pudor o consideración hacia los oyentes, sí que estaría bien
–más que nada por un tema de salud emocional- saber que nos está pasando y ser
-un poco al menos- conscientes de ello. Lo que se cuece por dentro no está ahí
por casualidad y si no se lo atiende alguna vez, toma lugar a la fuerza
provocando molestos síntomas: ansiedad sobre todo, sensación constante de vaga
angustia, depresiones leves y no tan leves, etc. Paradójicamente, censurando y
evitando unas emociones dolorosas, se cae en algo que causa mucha más desazón a
la larga y que tiene consecuencias muy molestas no sólo para quien las sufre,
sino también para los que están cerca.
Claro que no es fácil conseguirlo, cuando no se ha
practicado y se ha vivido de espaldas a esas sensaciones que se mueven a pesar
nuestro y que no siempre conseguimos identificar, pero se puede logar con un
poco de atención y auto observación y con un mucho de constancia y una pizca de
coraje (el suficiente: todos lo tenemos sin excepción cuando hace falta).
Es importante atender esa parte nuestra con el cuidado
que merece y que nos merecemos, ya que de adultos somos cada uno de nosotros
quienes debemos gestionar y procurar por nuestro bienestar a todos los niveles.
A la mayoría (y continúo generalizando), lo que sí nos han inculcado son
ciertas habilidades para procurarnos bienestar material y éxito social, y por
tanto, lo otro, igual de importante o más, lo debemos cultivar como una
preciada joya que se ha de ir puliendo poco a poco hasta mostrar su belleza y
su luz más resplandeciente. Esta es una opinión personal que no tiene porque
ser compartida: cuanto más podamos vivir de cara a aquello que nos parece
oscuro, molesto o desechable, más brillaremos como seres humanos y más podremos
relacionarnos con los que nos rodean desde la comprensión profunda que lleva a
la tolerancia.
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